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Por:Virginia López

«Sobre siete colinas, que son otros tantos puntos de observación de donde se pueden disfrutar magníficos panoramas, se extiende la vasta, irregular y multicolorida masa de casas que constituye Lisboa. Para el viajero que llega por mar, Lisboa, vista así de lejos, se erige como una bella visión de sueño, sobresaliendo contra el azul del cielo, que el sol anima». Lisboa: lo que el turista debe ver. Fernando Pessoa.

Son muchas las veces que se han escrito guías para conocer Lisboa, la capital más occidental de Europa, esa ciudad que llegó a ser dueña de un imperio. Esa Lisboa ahora decadente, de paredes agrietadas y casas vacías. Esa Baixa lisboeta en la que en la década de los 20, Fernando Pessoa, el mayor poeta de la lengua portuguesa, y todos los heterónimos que llevaba dentro, paseaban por las calles entonces llenas de otra vida.

Esta propuesta es un recorrido diferente por Lisboa. Es el recorrido del poeta que amó Lisboa porque Lisboa no sería la misma sin Pessoa y Pessoa no sería quien fue si no hubiera nacido en aquella Lisboa.

Era un hombre enjuto y serio, con su gabardina larga, su sombrero negro, un bigotillo escaso y sus gafas redondeadas. El poeta fingidor que se buscó sin querer encontrarse al pasear por las calles lisboetas, al beber en sus cafés, al participar en las tertulias... Esa figura de hombre ausente que también fue niño. Y nació en el número 4 del Largo de Sao Carlos y fue bautizado en la Iglesia de los Mártires, en pleno corazón del Chiado, por donde tanto tiempo pasó después, bebiendo café en A Brasileira, donde ahora perdura su estatua, recuerdo de la ciudad a uno de sus más ilustres habitantes.

No tuvo una infancia fácil con la muerte de su padre y su hermano demasiado pronto. Con el resto de la familia se tuvo que trasladar a una casa más modesta, en la Rua Sao Marçal número 104, en el 3º. Poco después, su madre se volvió a casar y toda la familia vivió durante unos años en Sudáfrica. Antes de irse le dedicó a su madre éste que fue su primer poema:

«Aquí estoy en Portugal/ En las tierras en las que nací/ Por mucho que las ame a ellas/ Te amo mucho más a ti».
El despertar literario

En 1905 Pessoa regresó a su Lisboa, de donde ya nunca más se marchó. Fueron muchas las casas por la que pasó, algunas acompañado de algún miembro de su familia, otras solo, como en los cuartos alquilados de la Rua da Glória nº 4, o en el Largo do Carmo nº 18. Era un joven de 20 años que despertaba para la literatura por las calles de la Baixa, esa Baixa que tantas veces le sirvió de inspiración.

«Despertar de la ciudad de Lisboa, más tarde que las otras,/ Despertar la Rua do Ouro/ Despertar el Rossio, a las puertas de los cafés/ Despertar/ Y en medio de todo la estación, que nunca duerme,/ Como un corazón que tiene que pulsar a través de la vigilia y del sueño»»

Gracias a que hablaba inglés, comenzó su carrera profesional como corresponsal extranjero para varias firmas comerciales. En una de ellas, Félix, Freitas e Valladas, situada en la Rua da Assunçao 42, 2º, en febrero de 1920, Pessoa conoció a la que será el único amor de su vida: Ophélia Queiroz. Comenzó a corresponderse con ella por misivas, aunque la relación pasó a ser más íntima, física y apasionada. Años después, bajo el heterónimo de Álvaro de Campos, Pessoa escribió:

«Todas las cartas de amor son ridículas/ No serían cartas de amor si no fuesen/ Ridículas./ Pero, al final, todas las criaturas/ Que no escribieron cartas de amor/ Sí que son ridículas.»

También por carta, Pessoa puso fin a su relación con Ophélia. Por más que la amase, había otro amor en él que no le permitía entregarse a otra cosa que no fuera la literatura. «Mi destino pertenece a otra ley; estoy subordinado a la obediencia de otros maestros que no permiten ni perdonan».
Un ser solitario

Y así siguió hasta el resto de su vida, solitario, pensativo, ausente, fuera de sí y dentro de muchos yos. Bebiendo diariamente en el Café Martinho de Arcada. Subiéndose en los tranvías que le llevaban a los miradores, como el de Sao Pedro Alcântara, desde donde podía contemplar el mar.

«O mar salado, cuánto de tu mar/ Son lágrimas de Portugal./ Por cruzarte, cuántas madres lloraron,/ Cuántos hijos en vano rezaron/ Cuántas novias se quedaron sin casar./ Para que fueses nuestro, ¡oh mar!».

Pessoa nunca se casó y nunca tuvo hijos. Sus creaciones fueron sus heterónimos. Álvaro de Campos, el hombre viajado, amante del progreso y cansado de la vida; Ricardo Reis, el médico, monárquico y purista exacerbado; Alberto Caeiro, el hombre de fuera de la ciudad, tuberculoso; y Bernardo Soares, el ayudante de guarda libros, solitario y a quien debemos el Libro del Desasosiego.

«A veces no me reconozco, tan exterior me puse de mí y de un modo tan puramente artístico empleé mi conciencia de mí propio. ¿Quién soy por detrás de esta irrealidad? No lo sé. Debo de ser alguien. Quiero ser tal cual quise ser y no soy. Quiero ser una obra de arte, del alma al menos, ya que del cuerpo no puedo ser».
Su alma latente

Hasta los últimos días de su vida, que no pasó de 47 años debido a una enfermedad hepática provocada por la bebida, Fernando Pessoa vivió en el 1º derecha del nº 16 de la Rua Coelho da Rocha, donde ahora está la Casa Pessoa. Allí, junto a su biblioteca personal, se encuentra el cuarto reconstruido, con la máquina de escribir que usó y la mesa de la que salieron tantos y tantos versos, algunos de ellos todavía desconocidos. Al morir fue enterrado en el Cementerio de los Prazeres, en Lisboa, y ahora sus restos mortales descansan en el Monasterio de los Jerónimos.

Pero su aura perdura por las calles de la vieja Lisboa. Sus versos se desprenden de las fachadas desconchadas, sus pensamientos se deslizan entre los adoquines de las aceras, su personalidad compleja se multiplica entre las personas que deambulan sin rumbo fijo en una Lisboa que no cesa, que sigue pegada al mar, con el destino fatal marcado en la carta astral de su geografía. Como la carta astral de Pessoa...
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